Comentario
El papel que ocupó en el campo de la pintura Apeles fue el mismo que Alejandro le concedió en el ámbito de los escultores a Lisipo.
Lisipo de Sición, el mayor representante de la plástica de su ciudad, no había tenido ante él, como los pintores, una estructurada academia. Sin duda es excesivo pensar que fue autodidacta, como decían algunos escritores antiguos, pero lo cierto es que la escuela policlética de Sición, especializada, como la de Argos, en la fundición de atletas para el santuario de Olimpia, no tiene muchos maestros reconocidos. Acaso el más famoso, en la primera mitad del siglo IV a. C., fuese Dédalo, del que poco sabemos y al que, hipotéticamente, se suele atribuir un fornido atleta cuya copia romana en bronce, hallada en Efeso, se conserva hoy en el Museo de Viena.
Según nos relatan las embellecedoras leyendas llegadas hasta nosotros, que tienden a considerar a Lisipo como la cumbre hacia la que se había ido encaminando la estatuaria griega en su progreso, nuestro autor tomó como punto de partida para su estética de broncista dos principios: la naturaleza -a raíz de una declaración del pintor Teopompo que le impresionó en su juventud- y el Doríforo de Policleto. A lo largo de su dilatada existencia (debió de nacer hacia el 390 a. C., y moriría poco antes del 300), tuvo ocasión, en las mil quinientas obras que, según se decía, realizó, de mostrar cómo entendía la conjunción de tales elementos.
La trayectoria escultórica de Lisipo comienza sin duda antes del 360 a. C., pues una estatua que hizo a Pelópidas en Delfos ha de fecharse, como muy tarde, en el 362. Pero lo cierto es que las primeras obras de las que conservamos copias fidedignas parecen ser todas ellas posteriores al 350 y, por tanto, a la época del Mausoleo.
La más antigua, y una de las más elocuentes, es el retrato ideal de un atleta y magnate de Tesalia que había vivido en el siglo V a. C., y cuyo nombre era Agias. Un descendiente suyo, Dáoco, tetrarca de su país, al realizar en Farsalia un monumento a sus antepasados, encargó esta obra, en bronce, al aún joven artista, y unos años después, en el 337, hizo ejecutar copias en mármol para dedicarlas en Delfos. Lo que a nosotros ha llegado es precisamente esta copia.
El Agias se nos presenta, decididamente, como una obra de Policleto transformada. Y no deja de ser significativo cómo, al igual que Praxíteles y Escopas, Lisipo es capaz de darle a los modelos del viejo maestro argivo un planteamiento nuevo y personal, acorde a sus propios intereses: en su estatua advertimos, por debajo de la estructura geométrica de los músculos, cómo se rompe el juego de pesos y contrapesos: el atleta se apoya en su pierna derecha, pero su brazo activo es también el derecho, que debía doblarse y sostener una palma, y no el izquierdo, como exigiría el canon de Policleto. También notamos que la cabeza cobra movimiento, al inclinarse hacia la izquierda sobre un cuello torcido hacia la derecha, y que, además, las proporciones del cuerpo se han alargado, sumando un total de ocho cabezas. La consecuencia es obvia: el cuerpo entero del Agias vibra y parece aligerarse, incluso con sus dos talones pegados al suelo. Y todo esto se acentúa, como en Escopas, dándole importancia a la cara a través de unos ojos profundos, un tanto soñadores.
Lisipo ha abierto ya los frentes de muchas de sus inquietudes plásticas, y los ha resuelto en lo que, sin duda, no era ya una obra de principiante. Pero pronto, poco a poco, irán apareciendo otros problemas con su correspondiente solución. Pocos artistas griegos, y acaso ninguno en el siglo IV a. C., se han planteado tantas novedades teóricas, y han logrado ejecutar una obra tan variada y sugerente.